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Subterráneo lleno de personas

Subterráneo

Aquella tarde la vida sucedió de manera apresurada y con atropello. Iván venía pensando que apenas si había tenido oportunidad de comerse una media luna y 3 sorbos del café que terminó abandonando por estar demasiado caliente y no tener tiempo para esperar a que se enfriara.

CAPITULO I

Cada vez que pensaba en lo mal que se venía alimentando, recordaba a su madre que siempre le había insistido en comer sanamente y “cuidar su mente, pero también cuidar su cuerpo”. Se molestaba consigo mismo cuando llegaba a la conclusión de todos aquellos consejos no habían servido sino para torturarlo por no poder cumplirlos. Su madre había muerto 2 años atrás y desde entonces, él se había encerrado en su trabajo para poder alivianar el peso de ya no tenerla consigo. Quizás lo que más le dolía de todo aquello era que ella era aún joven, y cuando la muerte le llega a una persona joven y sana, es difícil no sentir que hubo un error y que se le arrebató a alguien por puro capricho. Estas ideas, por supuesto, no estaban esclarecidas en él, sentía todo aquello sin poder procesarlo en pensamientos porque hacia un esfuerzo sobrehumano por ocupar su mente con lo vano. Esta decisión le había estado costando mucha salud en el último tiempo, había adelgazado hasta el extremo y tenía en el rostro una expresión de angustia que se había instalado ahí desde el día que recibió la noticia.

En su trabajo, era conocido por ser el más eficiente y el más dispuesto, pero no por eso se había ganado la estima de sus compañeros. Es un misterio como la gente llega a ciertas deducciones, uno pensaría que un compañero que es capaz de tomar el trabajo que te sobra y a quien puedes acudir en caso de emergencia, generaría entre sus pares admiración e incluso consideración, pero como todos esos gestos venían de un hombre tan taciturno y angustiado, fueron interpretados como intenciones de ascenso y control. Esta teoría tan torcida que habían desarrollado sus compañeros, le estaba costando muchos momentos desagradables que, a veces, agradecía poder ignorar debido a la carga laboral que se auto imponía. Aún así, su ambiente de trabajo se había convertido en una pesadilla para él.

Tal vez si sus compañeros se hubiesen enterado por asomo de que la madre había muerto, otras consideraciones se hubiesen desarrollado en sus cabezas, pero él se había encargado escrupulosamente de que nadie se enterara, ni siquiera su jefe. 

Grupo de chicos trabajando

Le parecía insoportable que todo el mundo viniera a hablarle de eso, dándole palmaditas en la espalda. Puede ser que esa costumbre de dar el pésame esté más orientada a demostrarle al otro que somos suficientemente buenos como para que nos importe su pérdida y no tanto en hacerle a la persona sentir un poco mejor. Así lo veía él, no quería su compasión y, con la creciente antipatía que se venía desarrollando, se convencía cada vez más de que cerrarle el acceso a esa gente, había sido una sabía decisión.

Pese a todos sus disimulos, su jefe, dos meses después, se enteró del fallecimiento de su madre porque él tuvo que pedir un adelanto para poder cubrir los gatos que habían generado las propiedades que ella había dejado atrás. Cuando se enteró, parecía haber descubierto acaso que ese hombre había matado a alguien, más que perdido a su madre. Le había juzgado duramente por no pedir tiempo para recobrarse, o haber buscado apoyo. Como suele suceder a quienes vienen con las impresiones pre fabricadas, malinterpretó todo aquello, llegando a la conclusión de que aquel era un hombre insensible e indigno de haber tenido una madre. Nada de esto se dijo, pero se traslucieron esos pensamientos a través de lo mecanizado de aquella situación.

CAPITULO II

Él pobre hombre sin madre, no sólo no era ningún insensible, sino que tenía una sensibilidad tan aguda y desarrollada, que muchas veces experimentaba una suerte de telepatía que le permitía interpretar el sentir de otras personas. Era algo doloroso para él, le hubiese gustado no darse cuenta de aquello, y sin embargo estaba constantemente recibiendo todo lo que otros sentían. Cuando le comentó esto al jefe, le rogó encarecidamente que no lo contara a nadie porque no quería que esto generara ningún tipo de distracción en su rutina. Con esta última observación, el líder de la empresa se había terminado de convencer que estaba en lo correcto y pensaba con cierto sentimiento de dignidad: Si no fuera porque lo laboral no se mezcla con lo personal, lo haría echar ya mismo por ruin. En el fondo no habría considerado semejante cosa en su vida, no solo no era un hombre de grandes ideales, tenía un corazón comerciante que lo reconocía a Iván como uno de sus empleados más rentables.

Mientras cruzaba la calle se detuvo momentáneamente para ver el puesto de las flores y se dio cuenta de que se aproximaba la primavera porque había muchos ramitos pequeños de jazmín. Esto lo trasladó inmediatamente al olor de las vacaciones. Siempre que llegaba de la escuela y empezaba a sentir el olor del jazmín en la casa, se daba cuenta de que muy pronto se terminaría la escuela y sería libre de hacer con su tiempo lo que quisiera. Su madre compraba diariamente un ramito, y el que iba en decadencia lo colgaba boca abajo para que se secaran las flores, en consecuencia, la casa estaba repleta de jazmines secos que adornaba la sala. Por eso no pudo evitar comprar un ramito antes de seguir su camino. Estaba haciendo todo lo posible para no entrar al subterráneo, caminaba la mayor cantidad de cuadras posibles a diario porque a esa hora el tren iba tan lleno que uno siempre terminaba totalmente compactado contra alguna pared del tren y eso le era completamente insoportable. Mientras avanzaba en su camino, le llegaban pequeñas ráfagas del olor del jazmín, por lo que, mientras iba viendo las calles del barrio en que se había criado, no podía evitar recordar a su madre caminado con él en pleno invierno para comprarle un abrigo que durara al menos ese año. Siempre había sido un problema comprarle ropa porque eran muy humildes y él crecía a toda velocidad, incluso le llegó a pasar que un abrigo comprado 3 meses atrás, le empezara a quedar corto y entonces, su madre, angustiada, buscaba la manera de alargarlo para que no pasara frío. Estos recuerdos fueron tan invasivos, que Iván, aturdido, tuvo que meterse en el subterráneo para no seguir viendo las calles por las que su madre, siempre apresurada, caminaba.

CAPITULO III

Chico en solitario

Antes de morir, su madre se lamentaba constantemente de la soledad del hijo. Si bien es cierto que el muchacho se las arreglaba perfectamente por su cuenta, ella adivinaba que algo le faltaba y sufría silenciosamente sin dejar ver del todo esa tristeza. Como ya dijimos antes, muy difícilmente Iván podría ignorar los secretos de su madre. Sabía exactamente lo que le preocupaba, porque aunque nunca se atrevió a planteárselo abiertamente, cada cierto tiempo le sacaba el tema sobre lo importante que era el amor en la vida. Lejos de despreciar esa idea, él anhelaba secretamente poder encontrar algún espacio en este mundo para entregarse sinceramente. Las razones por las cuales nunca había concretado una relación de pareja, estaban más orientadas a su completo despiste y su incapacidad para sincerarse sobre sus sentimientos, que hacia cualquier tipo de cinismo que nunca había tenido espacio en su corazón. 

Su madre lo entendía, era la única que lo interpretaba correctamente, sabía que debajo del pragmatismo insondable de su hijo, había un escondrijo de emociones mal procesadas que lo hacían lucir como si siempre estuviese a punto de echarse a llorar. Aún con todos estos conflictos a los que se enfrentaban juntos, realmente disfrutaban de su compañía y la pasaban bien simplemente conversando. Él iba a verla siempre a la tarde, se acompañaban y se brindaban un lugar de absoluta intimidad, donde siempre se permitían reír y despreocuparse del día a día.

Se abría paso entre la gente que intentaba tomarse el tren, lo que más odiaba del subterráneo era las tienditas que estaban ahí encerradas, impregnaban el ambiente de un olor rancio a chipá, mezclado con el agua de la salchichas y la grasa de las medialunas. Nunca le dejaba de llamar la atención que personas compraran comida y se la llevaran a la boca en ese ambiente tan repugnante. Estaba tan lleno, que era casi imposible mantener una distancia razonable con las personas, al bajar la escalera que lo llevaría al tren, casi sintió            que no tocaba los escalones y que era la multitud quien lo trasladaba, acomodándolo en la orilla del andén. Cuando llegó el tren, quedó perfectamente encajado en el medio del vagón, casi totalmente abrazado a la espalda amplia de un desconocido y sintiendo que otro más reposaba a su vez en la espalda suya. Se sentía frustrado de haber subido al tren mucho antes de lo que solía hacerlo sólo por no poder controlar sus pensamientos y sus nostalgias. Además de que le quedaban bastantes estaciones por delante, había retraso en las formaciones, sentía que le era imposible seguir ahí, pero al mismo tiempo no tenía las fuerzas para abrirse paso y salir del tren. Simplemente se quedó, como se queda la mortadela dentro del sanguche de miga.

CAPITULO IV

Manos que se rozan en el subterraneo

En una de las paradas se bajó el hombre enorme que venía prácticamente llevándolo en la espalda, y quedó un poco más libre de espacio pero inmediatamente, al subir la gente se volvieron a aprisionar en abrazos involuntarios. Frente a él quedó, cara a cara, una muchacha de unos 25 años. Estaban tan cerca que no pudieron evitar mirarse para dirigirse una mirada de incomodidad que, paradójicamente, los hizo sentir menos extraños. Sus rostros estaban a menos de 20 cm de distancia. Él la miraba disimuladamente y no podía evitar notar que era una muchacha hermosa, además sentía su perfume y esa fragancia ocupada todo el espacio, antes ocupado por el olor de la gente y los chipás. Ambos tenían una estatura similar, por lo que era imposible que no cruzaran miradas. Ella parecía divertida con aquella situación, esto hacia que Iván se sintiera cada vez menos incómodo y la cercanía empezaba a sentirse agradable. El calor de sus cuerpos enfrentados y en constante roce, les generaba una bonita sensación a los dos. El cabello de ella iba suelto y una parte reposaba sobre el traje de Iván. En un momento el tren se sacudió y ambos se agarraron instintivamente, él la tomó por los codos, soltando el jazmín que venía aprisionado en su mano, y ella lo agarró de los hombros. Tal era la presión que había, que el ramito de jazmín se quedó aprisionado a la altura de sus cinturas. Se miraron nuevamente cada vez más y más familiarizados. Sin decir nada, decidieron no soltarse y mientras pasaban las estaciones, la gente los iba acercando cada vez más.

Lo que había empezado como una incómoda situación se había transformado rápidamente en una alianza para mantener el equilibrio y, en aquella complicidad, nunca sintieron necesidad de conversar. Transcurrieron las estaciones, mientras Iván se devanaba los sesos intentando articular alguna palabra que dirigirle a su compañera. Nada lograba sacar en claro, ¿qué le quería decir? Ni siquiera sabía por donde empezar, por un lado le hubiese gustado decirle que le gustaba su perfume, que su cabello era brillante y que toda aquella situación era lo más absurdo y maravilloso que le había pasado en años, pero por otro lado sabía que dejar salir esos pensamientos podía poner a la pobre muchacha en una situación sumamente comprometedora y no quería que ella interpretara incorrectamente su franqueza. No tenía nada que ver con el deseo toda esa escena y se sentía que ambos lo entendían. Había algo sumamente cándido y conmovedor en ese encuentro, algo que ambos, que venían siendo vapuleados por la indomable violencia de la capital, necesitaban con desesperación. ¿Qué pensaba ella? Él sentía que ella estaba de acuerdo con él y que, si no hablaba, era para no incomodarle. Es posible que tuviera razón, difícilmente una persona tan perceptiva podría equivocarse después de haberse estado comunicando durante media hora entera a través de miradas sumamente elocuentes que les permitían llevar una conversación tan simple y al mismo tiempo, tan sincera. Ya cuando estaba pronta a bajarse, se sentían como amigos cercanos que se habían olvidado en el tiempo y reencontrado nuevamente, renovando todo sus afectos. En un momento, ella retiró su mano izquierda del hombro de Iván, por lo cual él interpretó que estaba pronta a llegar. En definitiva, todo aquello estaba destinado a ser solo eso y ninguno de los dos se sintió decepcionado. La alegría que se habían proporcionado, la renovarían cada vez que se animaran a contar esta anécdota en el futuro.

CAPITULO V

En el intermedio entre la penúltima parada y el destino final de la muchacha, Iván sintió que se le acercaba aún más, pasando de sujetarle a penas a aferrarse a él como quien se abraza. De repente sintió un calor abrumador que le encendió el rostro por completo, a pesar de que la cercanía no era significativamente mayor a lo que había sido durante el viaje, algo en esa intencionalidad lo desorbitó por completo, dejándole totalmente confundido. Ella lo miró con una sonrisa tímida pero decidida, quizás esperando que él diera el siguiente paso, por supuesto que no adivinaba lo paralizante que podía llegar a ser su extrema timidez. Cuando se cansó de esperar, y completamente segura de que estaban de acuerdo, lo tomó por la pechera del traje y se lo acercó para plantarle un beso en los labios completamente helados y pálidos de su compañero de viaje. Ya en ese momento, pudo Iván accionar para tomarla de la cintura y terminar de acercarla a sí mismo. Se besaron apasionadamente durante todo el trayecto, parecía aquello una especie de ensoñación para ambos, no podía concebir que entre todas las personas, que parecían en ese momento sacos de harina acaso, ellos estuvieran entrelazándose de esa manera, recubiertos por la intimidad que brinda el anonimato citadino. Cuando el tren se detuvo, ella se separó, abriéndose paso ágilmente entre la gente y bajándose a toda velocidad. Todo aquello fue tan abrupto que Iván quedó con los labios extendidos por unos segundos más, volteó hacia todas direcciones buscándola como si en vez de bajarse del tren, se hubiese esfumado como un espejismo. Al mirar por la ventanilla, la vio parada en el andén con una sonrisa de oreja a oreja, él también le sonrió completamente divertido, pero sobre todo muy conmovido. Le despidió con la mano y ella también levantó la suya para despedirse, o quizás decir saludarle, y entre sus dedos sujetaba el ramito de jazmín que había quedado abandonado entre sus cinturas. El tren  siguió su camino y él la miró parada en el andén hasta que volvió a quedar sumergido en la oscuridad del túnel.

Beso en el subterraneo