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Una parada de autobus

Microcentro

Cuando se subió al colectivo, venía pensando en el día que tenía por delante. A veces la ciudad era una totalidad de abrumadores ruidos, no había nada para rescatar y definitivamente era una de esas veces.

CAPITULO I

Como venía distraída, no conseguía su tarjeta de transporte en su bolso y estuvo tanteando durante unos cuantos segundos. El conductor, con cara de pocos amigos, ya miraba con impaciencia y la señora detrás de ella le empezaba a empujar levemente con su carterita de mano, cuando se acercó un muchacho muy alto, tanto que parecía una figurita mal armada, y ofreció a pagar ambos pasajes con su tarjeta. El conductor, aún más irritado, se vio tentado a recordarles que eso iba en contra de las políticas de la empresa, pero se sintió benevolente y decidió permitirlo. Cuando el joven pasó la tarjeta por el lector, resultó ser que no tenía saldo para viajar, a lo que el chofer con expresión triunfante le soltó sin más ni más: ¡Anda, no tienes ni para ti y le ofreces a ella! Pero mientras todo esto se desarrollaba, ella había seguido buscando y había encontrado su tarjeta, con la que pagó el pasaje de ambos y le soltó al conductor: Te van a hacer empleado del mes, tú dale nomás. Toda ésta tensión había sido corta, pero se sintió infinita para él que se moría de vergüenza. Además, durante todo ese tiempo, había estado prácticamente encima de ella para poder llegar hasta la máquina de cobro  y no se había dado cuenta de que, además de no estar ayudando en lo absoluto, estaba siendo un estorbo total. En una figura tan maltrecha como la suya, toda ese bochorno se veía bastante payasezco, de modo que cuando ella le agradeció con absoluta neutralidad, dio por sentado que era un desastre total y se arrepintió profundamente de estarse haciendo el héroe.

Cuando por fin subieron, solo quedaron dos puestos para que ellos tomaran, y para la grandísima mala suerte que le tocaba al pobre muchacho ese día, eran puestos enfrentados en donde se veían el uno a otro a menos de 2 metros de distancia.

Personas subiendo al colectivo

La muchacha, ni bien se sentó, se abrazó a su mochila y se puso los auriculares. Veía por la ventana y se imaginaba que iba avanzando hacia el futuro, ésta idea era reconfortante para ella. De alguna manera, algo en esa imagen no era del todo disparatado, efectivamente se iba moviendo hacia el futuro, lástima entonces que el futuro era simplemente llegar a su trabajo y no al año 2050 en el que la humanidad había transportado poblaciones enteras hacia la luna para sobrevivir. Mientras imaginaba todo aquello, ciertamente se entretenía y se sonreía de encontrarse pensando esas cosas que, en nuestra intimidad, no le temen al ridículo y al desengaño. Después de varios minutos fue cuando pudo realmente repasar en su mente la escena del chofer. En principio, se revivió en ella la indignación hacia el servidor, lo que la llevó a pensar un millón de reprimendas para decirle al bajar, pero luego se detuvo un momento en el muchacho al que apenas habías mirado, instintivamente levantó la cabeza para buscarle y se lo encontró tan cerca, tan frontal y tan repentinamente, que se ruborizó y desvió al mirada hacia otro lugar. Sin embargo, se enterneció con la torpeza, si bien a simple vista ella tenía una expresión muy rígida en la cara, en realidad se conmovía con facilidad y tenía un carácter más bien soñador y un poco ingenuo.

CAPITULO II

Chica sonriendo

Desde el otro lado, él había notado que ella le miraba y adivinó que estaba recordando la escena. Como su piel era sumamente pálida, se puso rojo hasta tal punto que la señora de al lado, lo miró de reojo y le preguntó, con suficiente claridad y volumen como para que la escucharan los transeúntes que caminaban por la avenida que atravesaba el bus, si se sentía bien. Ella, que había escuchado sin lugar a dudas, le miró refugiada entre las otras miradas indiscretas de los pasajeros, mientras él le respondía la señora que estaba bien y que no se preocupara, pero la señora insistía en que se moviera al puesto que daba a la ventana para que tomara aire. Tal fue la insistencia y el escándalo, que otra mujer se unió a la algarabía y le ofreció una botellita de agua, mientras que el señor que acompañaba a la mujer le decía al pobre y entumecido muchacho, que aquellas eran cosas de la pubertad que no se preocupara, que todos pasaban por eso. Éste comentario fue hasta tal punto humillante para que él, que consideró seriamente hacerse el enfermó y bajar a toda velocidad del transporte.

 

Aunque tenía un rostro completamente lampiño, había dejado la adolescencia atrás hacía más de 20 años, pero era cierto que algo en su extrema timidez podía llegar a recordar a un adolescente e incluso a un niño. Totalmente en pánico subió la cabeza para ver si seguía mirándolo, pero ella había notado su intromisión y estaba ahora concentrada en su ventana. Mientras recuperaba su color natural, pensaba en por qué le era tan difícil encontrar el equilibrio entre ser un impulsivo impertinente y ser un tímido insondable. En definitiva, decidió no mirarla más nunca durante el viaje y, si era posible, no volver más nunca a mirar a ninguno de los otros pasajeros.

Ella por su cuenta, ya se había perdido en sus propios pensamientos y había llegado como siempre, a esa nostalgia inusitada que le invadía a medida que se acercaba a su trabajo. También quería salir corriendo del transporte y fingir que estaba enferma. Un par de meses atrás había tomado un trabajo de niñera para poder cubrir con más comodidad sus gastos, en principio parecía un buen acuerdo porque le representaba un ingreso significativo y eran pocas horas del día. Cuando conoció al mal llamado niño que tenía que cuidar, se convenció inmediatamente de que aquello ni era una buena idea ni era un niño. Tal era el tormento al que le sometían sus padres con el abandono, que la criatura era un cúmulo de resentimiento, malas crianzas y violencia. Los tiempos que pasaban juntos se iban en berrinches infinitos por las cosas más pequeñas. Es por eso que cada vez que se encaminaba a la escuela para buscarlo, empezaba a descomponerse del estómago. En medio de estas lucubraciones, volvió a sentir curiosidad por el muchacho y levantó cautelosamente la vista para mirarlo. Ahora se lo veía más tranquilo, aunque algo taciturno, asomado por la ventana que le habían ofrecido y que no pudo rehusar. Ella sintió por él una inmensa compasión, se daba cuenta de que había sido humillado por el conductor y que nadie había tenido la amabilidad de romper el hielo. Se sintió mal por no haberlo notado y en consecuencia le dirigió una mirada de ternura como buscando reconciliarlo consigo mismo.

CAPITULO III

Él sentía la presencia, sabía que lo miraba, pero entendió perfectamente que no era simple curiosidad lo que la movía a ello. El corazón le dio un vuelco, tuvo muchas ganas de enfrentarla de nuevo, pero se había comprometido a no pasar más vergüenza y dejar de alimentar aquella tontera que había tomado una dimensión totalmente desproporcionada. Con mucha frecuencia, se hacia esa clase de reproches porque siempre le habían enseñado que buscar otra cosa en ésta vida que no fuera una realidad, era una actividad estéril. Si por ejemplo, su padre pudiera observar la situación le habría dicho que no había ninguna manera de conocer a una muchacha en medio del transporte público, las muchachas se conocen en los bailes, incluso en el trabajo, en el colegio, en la universidad, pero no en el transporte y por lo tanto, todo aquello era un infantilismo y un completo disparate. Había sido difícil para su padre por muchos años lidiar con el carácter distraído y fantasioso de su hijo, pero finalmente lo había terminado transformando en un hombre serio y de buenas costumbres. Claro, cualquiera que mirara con atención al joven, si hubiese tenido la sensibilidad acaso, se habría dado cuenta inmediatamente que era un trabajo logrado a medias, había algo infantil en él que nunca había cedido. Todo aquello lo reflexionaba hasta que, para su espanto, se dio cuenta de que podía mirar la dichosa muchacha aquella en el reflejo de su ventana, incluso, muy disimuladamente, había cerrado un poco la ventanilla para poder mirarla mejor. No pudo evitar sonreírse de su propia picardía y la observó largo rato, en un descuido se volteó, volvió a mirar el reflejo para encontrarla dirigiéndole una sonrisa de complicidad.

Había notado toda la escena, la ventanilla, el disimulo, todo. Tenía una mente despierta y le vigilaba de reojo, le había gustado todo aquello porque confirmaba sus sospechas de que ambos habían entrado en un juego del que sólo ellos estaban enterados. Esto le complacía profundamente porque su carácter jovial siempre se entregaba a esta clase de circunstancias, disfrutándolas aunque nunca hubiesen llegado a ninguna parte. Decidió que esta vez, ella sería lo más descarada posible para ver hasta dónde conducía todo aquello y por eso, le dirigió aquella sonrisa cómplice de manera tan directa. Al principio él se hizo el tonto, se rascaba la nuca y miraba para otro lado, pero con la insistencia no pudo más que volver a mirarla en el reflejo y devolverle una tímida sonrisa. Ya con esto, ella se sintió satisfecha y le sonrió aún más antes de volver a su viaje temporal.

Pero el muchacho había quedado completamente turbado con todo aquello y se había vuelto a despertar en él lo fantasioso de su carácter. Aquella señal lo conducía a seguir jugando, y así lo hizo. Le clavó su vigilancia desde el reflejo y pudo observar como ella le seguía de reojo, a penas pudiendo contener la risa. Ahora había sido descubierta y él se sonreía notablemente ante ese inesperado cambio de papeles. Pasaron todo el viaje en éste juego, fue tan importante que el señor que le acusó de adolescente, se dio cuenta y se lo comunicó con disimulo a la mujer que lo acompañaba. La señora que le había ofrecido la ventana, al verlo al señor hacer los gestos, también comprendió todo. De un momento a otro, sin que ninguno de los dos se diera cuenta, todos los pasajeros seguían apasionadamente el desenlace de aquella pequeña opereta de miradas. Los que estaban en los asientos enfrentados a él, lo tenían por protagonista y los que se enfrentaban a ella, intentaban por los reflejos tener un panorama más amplio.

CAPITULO IV

No sería aquello un baile, pero la muchacha tenía corazón agitado como quien llega a su fiesta de cumpleaños a mostrar las galas. Él estaba completamente cautivado con todo aquello. No podía creer que esto le estuviera pasando y que realmente estuvieran dos extraños teniendo semejante conversación tan íntima en medio del viaje hasta Microcentro. Si pudiéramos llegar a traducir aquella conversación, no sería un diálogo del todo práctico, era más bien una constante confesión de que les era inevitable mirarse porque les gustaba lo que veían y se sentían bien. Es cierto, entre las sonrisas de ella había también cierta picardía, quizás un poco se burlaba de él, pero al estar involucrada en aquello, en el fondo también se burlaba de sí misma y eso no permitía que ninguno de los dos se ofendiera.

A medida que llegaban a destino, muchos pasajeros iban quedándose en las paradas, completamente desilusionados de no poder ver el desenlace de todo aquello. Se quedaban mirándoles desde la calle, como esperando que en esos últimos segundos, ellos se fueran a entrelazar en un beso. Con absoluta certeza puedo afirmar que todos quienes notaron aquello y lo acompañaron con interés desvergonzado, llegaron a sus destinos sintiéndose un poco más felices de lo que eran cuando abordaron. La señora que le ofreció la ventana, antes de bajarse, se tomó el atrevimiento de despedirse de él dirigiéndole un tonito completamente revelador junto a una mirada pícara. Él ni siquiera lo notó, pero ella ya no pudo aguantar más y estalló en una risotada tan fuerte por lo contenida que venía, que casi le escupió toda la calva al pasajero que estaba sentado al frente de ella. Los demás estabas deleitados, ahora que quedaba un asiento libre junto a él, esperaban como quien espera el final de la copa, que se sentarían juntos. Tal era la emoción que cuando un tipo que recién subía, ocupó el lugar, una señora bastante mayor se indignó hasta el punto de hacer un claro gesto de decepción y dirigirle una severa mirada al pobre hombre que se fue ese día a su casa sin comprender absolutamente nada, muy confundido.

La ultima parada de bus

Ya sólo faltaban 5 paradas para que bajara, se empezaba a preguntar cuántas le faltarían a él. Lo que no sabía era que el tortolo había tomado la decisión de quedarse hasta que ella se fuera y ya se había pasado 3 paradas de su destino. Aquello empezaba a apostar cada vez más alto, era una lástima que esos pensamientos estuvieran encapsulados dentro de sus cabezas. Si de casualidad ambos hubiesen tenido una pantallita encima de ellos que pudiera indicarle a los ávidos observadores, lo que resolvían en sus mentes, muy seguramente, al él tomar esa decisión, el público lo hubiese ovacionado de pie.

De todo eso no había nada dicho, pero todos los entendían perfectamente. Solo el tipo distraído que estaba sentado junto a él, porque su viaje fue breve, no había entendido. Incluso el chofer sabía, pues el supervisor, muy diligentemente y con muchísimo disimulo, había ido poniéndole al día sobre lo que estaba pasando a sus espaldas. A todas estas, el conductor se sentía un poco culpable aunque no lo suficiente.

Cuando llegó a su parada, se le ensombreció la mirada y se levantó de su asiento muy abruptamente y con la vista fija en él. Por reflejo, más que por convicción, él se paró como quien imita. Se miraron totalmente desorientados, la gente en el bus ya no soportaba más, dos amigas se tomaban las manos esperando, conteniendo el aliento. La tensión creció hasta tal punto que el pobre y descabritado muchacho se puso pálido como un fantasma, y no fue el único, el supervisor hasta le mandó a callar a un muchacho que venía subiendo. En un momento fue tanto el lío armado que, sin pensarlo tan siquiera, el chofer gritó con ímpetu: ¿Se van a bajar o qué? Y ambos se rieron, junto a ellos se rieron otras personas, incluso el conductor mismo se rió de su propia barbaridad. Se bajaron del colectivo y todos los pasajeros se pegaban de las ventanas para poder mirarlos mejor. Tal fue el desparpajo, que una señora se despidió de ambos como si fueran los nietos.  Se veían como la figura de los dos caminantes, se iba alejando lentamente en la tarde. El conductor pensaba en su madre, mientras se le escaba una lagrima silenciosa.